Hace unos días vi en Netflix una película recomendada. Tengo que confesar que no soy muy buena para ver películas, pero soy enferma de las series cortas, sencillas, sin mucho drama y que lo saquen a uno de la rutina. Sin embargo, caí redonda ante esta película, cuyo protagonista era un aclamado chef. Melodrama en su máxima expresión, peleas, recaídas, etc. Lo que más me cautivó de la trama fue la capacidad de adaptación del protagonista y, como le pasa a cualquier otra persona, la fuerza del amor por lo que se hace. Suena romántico, pero al final fue muy poderoso encontrar por fin algo que creo que por estos días nos falta a todos: capacidad de ver al otro, o la muy mencionada y poco aplicada compasión.
Entre la necesidad de tener la razón, la imperiosa fragilidad de los discursos beligerantes y lo efímero de las conversaciones, hasta la cocina se ha vuelto un caldo de cultivo para divisiones y peleas fuera de orden. A lo largo de la historia, los fogones han sido generadores de espacios de cambio, lugares de sano esparcimiento. También son el escenario de muchas tareas que, de generación en generación, han tejido tesoros y saberes gastronómicos que superaron cualquier diferencia social o política del momento histórico que fuera.
A diferencia de los jarrones, las ollas han permitido que las sociedades se transformen, se identifiquen y crezcan con un esplendor propio. Parte del éxito de cada caldero, sartén o perol es que con su paso de mano en mano han guardado saberes, compartido conocimiento y llenado más de una barriga, dejando contentas a millones de millones de personas.
Es el momento de reconocer que el papel fundamental de la cocina, más allá del de alimentarnos, es preservar el conocimiento y la autenticidad de nuestros pueblos. No necesitamos más excusas para ahondar diferencias, a gritos clamamos por un poco de tolerancia para crear, probar y fortalecer nuestra historia gastronómica.
Cada comunidad debe creer en su herencia e identificar esas recetas que todos queremos aprender a hacer o probar en cualquier esquina de Colombia. Los saberes gastronómicos son igual de importantes que los saberes de los grandes científicos, los impecables ingenieros o hasta el más estudiado de los químicos o físicos de nuestro país.
Es hora de voltear los ojos a esas raíces que olvidamos con frecuencia, a esos sabores y productos que a través de un bocado son capaces de erizarnos y de hacer que la dieta se olvide, llenándonos de recuerdos, experiencias e historias. ¿O no les ha pasado que con solo probar alg, el corazón late más fuerte y, en un instante, ese grato momento vuelve de inmediato a emocionarnos?
Bueno, eso que es parte de la memoria gastronómica debería permitirnos sacar pecho por nuestra comida, nuestros campesinos y nuestra historia. Anímense a reconocer y vivir esos nuevos proyectos que, sin importar de qué lado de la historia vienen, traen en cada bocado alma y corazón. Construir un patrimonio gastronómico depende de qué tan inclinada esté la balanza a la hora de probar y reconocer en el otro lo mejor que sabe hacer: cocinar.
Y hablando de proyectos gastronómicos con sello y alma, me encontré por estos días con Cecilia Cocina y Bar (@ceciliabogota), un restaurante con una mezcla simpática entre comida italiana y americana: pastas, pizzas fabulosas, carnes jugosas acompañadas de ricas papas fritas, crocantes camarones rebozados en mayonesa de sriracha y unas minihamburguesas nos ponen en dilemas serios a la hora de elegir. Las porciones son justas, los sabores de cada cosa que comí muy compensados y tiene un ambiente que también es una mezcla de trattoria y un salón muy estadounidense de cervezas con buen blues. Lo encuentran en Chapinero alto en una casa inglesa de esas que enamoran, del tradicional y muy de moda barrio del corazón gastronómico de Bogotá: la zona G.