





Si hay algo que enciende pasiones, despierta todos los instintos y alimenta el alma, eso es la buena comida. Y es que la cocina es más que preparar un alimento: es uno de los rituales más antiguos de la humanidad, y quizás uno de sus más exquisitos placeres. No hay conquista sin cena romántica ni familia sin plato compartido, y hay que reconocer que no hay vida sin recuerdos entorno a momentos vividos en la cocina.
Vamos por partes. No es gratis que en la calle se hable de la lujuria que trae consigo un buen plato de comida. Tranquilos, no se trata de pecados capitales, ni estoy para que me lapiden, pues estoy segura de que todos han tenido experiencias en que el corazón se aceleró y el tiempo pareció ir más lento gracias a un bocado mágico. Fue, sin duda, un instante en que todos los sentidos confluyeron, gracias a diferentes estímulos, para marcar una experiencia única.
A quienes no les ha pasado, hago votos para que les llegue pronto. Y es que, si bien en mi casa siempre han dicho que el amor entra por los ojos, yo con mucha vehemencia y algo de contundencia les digo que el amor entra por el paladar, por lo que cocinamos y lo que compartimos en la mesa. El amor siempre entra por la boca, señores. La magia de la cocina está en el tiempo y, si miramos bien, enamorarnos es cuestión de tiempo y detalles. La mezcla perfecta de estos dos ingredientes genera una química que, para nosotros, solo la cocina logra duplicar.
Vivimos en una época en el que placer relacionado con la comida parece estar prohibido, negado y, en muchos casos, satanizado. Contamos calorías, leemos y entendemos tablas nutricionales, ponemos hexágonos con alertas, sabemos más que los nutricionistas y así vamos cayendo en una espiral donde vivimos entre sentirnos culpables por el supuesto exceso y vivir de aire, que al parecer es lo único sano. Lo más grave es que olvidamos lo sano que es disfrutar de la comida y lo reconfortante que es encontrar la química entre la dicha de la vida y lo que nos alimenta. Una época oscura donde comer ya no es un acto sano, uno que vale la pena celebrar y donde pasan muchas de las mejores cosas de la vida, sino una ilusión macabra que desencanta el alma.
La cocina y sus tiempos no son solo una combinación de ingredientes, como quieren mostrar los dichosos robots que están de moda: es la suma de todas las emociones que se viven a la hora de cocinar. Las abuelas decían, sabiamente, que había personas que no tienen mano para hacer tortas, y que había unas más desdichadas que cortaban la sopa con la mirada. Eran esas abuelas inolvidables que le ponían el alma a cada plato, y con ello, dejaron sabores que nos formaron en la infancia y ya nunca nos abandonaron.
La buena comida es alimento para el cuerpo, química para la vida y energía para el alma. Pero como ya dije, esto no es comer por comer: hablo de comer con conciencia, poniéndole magia, intención, algo de deseo, y pasión, algo que nos nutre a todos hasta los tuétanos. Que nunca falte un plato bien preparado, un momento para compartir ni la calidez de una comida para sanar el cuerpo y avivar deseos, pues la comida no solo sana sino que cultiva el amor.
Último hervor: Soy una absoluta detractora de los realities, de esa vida artificial que todos consumimos entre la angustia y la exaltación por horas frente a la televisión. Estoy convencida que es un producto en el que nos venden ideales de vidas perfectas, cocinas que parecen cuentos de terror y pruebas de esfuerzo que son peores que los exámenes ejecutivos en cuerpos aparentemente perfectos.
A diferencia de la vida real, estos escenarios son fríamente controlados, con libretos de los que no se salen los participantes, situaciones que nos reflejan la disciplina y el trabajo de cada competidor; pero nunca son un espacio donde cada uno pueda hacer un acto deliberado de creatividad. El descontrol hace parte de las pasiones de las personas, es parte de lo que somos y nunca dejará de acompañarnos, pero en estos formatos se acaba convirtiendo en un arma de doble filo, donde todo puede salir mal y generar una crisis sin precedentes.
Tenemos que entender que la vida va más allá de la televisión y de las redes sociales. Las decisiones que no tomamos con conciencia se traducen en el desmoronamiento de la institucionalidad del país. Tengan en cuenta un ejemplo sencillo de la cocina: no es lo mismo arroz con pollo que pollo con arroz.