Deportes, música, el café y la visita del Papa, entre otras eventualidades, me llevan a pensar que aún nos podemos unir como colombianos sin agredirnos, insultarnos o armar un cataclismo que nos haga dudar de cómo sobrevivir el uno del otro. Hoy esta columna tiene una carga emocional muy grande: les escribo desde la satisfacción del corazón contento, la barriga llena y la cabeza llena de memorias que estaban escondidas.
Se trata de la llenura y, a la vez, la satisfacción que produce un buen cocido boyacense, lleno hasta el tope de cubios, habas, hibias, chuguas, papas, guisantes y todas esas maravillas de la tierra, que a bien supieron combinar nuestros ancestros con variadas carnes y una alta dosis de paciencia, para darles su larga y delicada cocción. Llevaba años sin montar una olla para tan magno evento, y todo fue en homenaje a una amiga. No podía haber una mejor razón: ella no venía al país hace mucho tiempo y me advirtió que estaría solo por una semana, pero que me preparara para que cumpliéramos con todos los antojos que albergaba su corazón, porque tenía hambre de colombianidad.
Lo grave fue que no estaba del todo convencida de que íbamos a lograr esa maratónica tarea de probar, compartir y, además, recordar donde había sido ese último encuentro gastronómico por estos lares. Pero por fortuna, de la nada, comenzaron a salir a flote sus antojos: peto con doble ración de panela, habas fritas, jugo de mora, lechona, lomo al trapo, mazorca asada, morcilla y hasta merengón con guanábana fueron llenado esta deliciosa lista de “pendientes”. No se equivocaba mi amiga cuando hablaba de ese deseo que tienen quienes regresan al país de prisa y con pocas pausas, de saciar sus memorias gastronómicas como primera medida.
Poco a poco fuimos chuleando cosas de la lista, y solo nos faltó comernos la bandera asada, el escudo cocido y bailar el himno nacional. Estoy segura de que ella se fue con un nuevo capítulo completo para su memoria de sabores y saberes colombianos, además de unos cuantos kilos extra en la maleta de lo que no alcanzó a comer. Ahora, créanme que para hacerla muy feliz, tuve que saltar por plazas, domicilios e investigación, pues un colombiano que regresa al país no perdona que no se puedan conseguir esos recuerdos que todos guardamos como un tesoro en la memoria gustativa de la vida. Compartimos empanadas de pipián con ají de maní; panochas de coco costeñas, lechona como me gusta, con buen relleno y no tanto arroz (ah, y de entrada empanadas de lechona).
Fue una semana llena de delicias, que me dejó la sensación de que nuestro país es muy sabroso, y de que si nos dedicáramos a comer todo el año solo platos colombianos, acabaríamos los doce meses sin repetir delicias de cada región, y además abriríamos vertiginosamente el camino hacia el baúl de los recuerdos, manteniendo toda nuestra historia y cultura gastronómica presente.
Fui feliz llevándola a plazas de pueblo y dándome cuenta de que no podía perdonar el tamal en los comedores de las mismas plazas, o la ternera a la llanera dando vueltas al ritmo de un joropo en los asaderos, las pescaderías del Pacífico y los recorridos por tiendas y restaurantes, persiguiendo el mejor bollo limpio o el peto dulce (que fue una proeza encontrar). Aún me sabe a gloria las delicias de longanizas de Sutamarchán, que me hicieron el favor de traerme para este encuentro, y ni que decir de las butifarras con buen limón acompañados de un refajo que nos salvaron de una gran indigestión. Y no me hagan hablar de cómo me gocé viéndola gozar con cada mamoncillo, uchuva, granadilla, guama, mangostino, guanábana y zapote que encontró… Lo dicho: somos bendecidos y afortunados del sinfín de frutas y verduras que tenemos y podemos comprar la mayor parte del año
Más orgullosa no puedo estar. El nivel al que hemos llegado en nuestras delicias es grato, y mi amiga regresó al país donde reside llenita de amor y de muchos regalos gastronómicos para su familia y amigos, que seguramente se extrañaran con la bolsa de peto, las chocolatinas jet y todos los paquetes de habas fritas que viajaron, buscando lograr su cometido de mantener vivo el feliz recuerdo de infancia de alguien que es la mejor compañera que puedo tener para probar y ensayar.
Gracias también al amor de tantos cocineros, campesinos, panaderos, pasteleros, y hasta vendedores de la plaza, que le ponen lo mejor de sus trabajos a las recetas en nuestros platos y mantienen viva la historia gastronómica de nuestro país. Quienes vienen al país luego de estar fuera mucho tiempo encuentran en ellos sus mejores aliados.