Volver al pasado

Hay una ley de la vida que me resulta práctica e inspiradora cuando tengo un conflicto por dirimir con mi pareja, familiares o amigos. Prendo mi DeLorean imaginario, ese carro fantástico que en la película Volver al futuro llevaba al protagonista al pasado (o al contrario) y veía cómo era su vida con esos seres entrañables, y me veo con o sin ellos a partir de ese camino que tomé, de esa decisión a la ligera, que generalmente se basa en la necesidad humana de tener la razón, y así los abrazo más fuerte y valoro lo que tengo. Nada que sea la base de mi felicidad se puede poner en juego.

Justo en estos días, en una tarde de recuerdos del pasado y hablando de la comida del futuro, recordamos varios comerciales de mi infancia que me transportaron a la comida entrañable de la niñez, de la adolescencia y a esos platos que disfrutaba con mi abuela, por quien me encantaría poder tener acceso a viajes al pasado para sentirla nuevamente, frente a su mesa, inspirando mi vida.

Esa comida es parte de nuestro ADN y hasta los jingles son parte de mi banda sonora. “Con mis Gudiz soy feliz, porque son de maíz” o “Hay una Cremoleta para cada come paletas” se quedaron allí en mi mente. Pero además de las galguerías que tanto restringimos a los niños, también estaban esas cenas familiares de domingo donde lo importante era que alrededor de un único plato —para que comiéramos todos y no fuese tan complejo cocinarlo— nos reuniéramos a compartir grandes y pequeños y a conectar con la familia, con los abuelos, con los primos. A mí, aparte del almuerzo, lo que me marcó fueron las onces que servían a las 4:30 p.m., los mayores tomaban café y mis primos y yo hacíamos fila para comer ese delicioso ponqué que preparaban las tías, la torta de queso y bocadillo o los helados (de fruta de verdad).

No todo tiempo pasado fue mejor, pero en las tradiciones familiares el pasado siempre nos lleva a ese gusto poético de “la receta de mi mamá o de mi abuela”, a momentos llenos de recuerdos entrañables donde la cocina construye familias, vuelve famosas a las vecinas con manjares únicos y nos obliga a pensar en esas marcas colombianas que siempre quisimos. Yo sí extraño desde las botellas de leche hasta el tigre Tony con el que crecí. Ni hablemos de mis Cheetos que no eran “mentiritos”, sino mi mayor tesoro. Los invito a hacer sus recetarios, a escribir en una servilleta, en el momento preciso, esos secretos que en un futuro serán la mezcla secreta de la felicidad y la preservación de la historia de la cocina.

Hoy quiero recomendarles un lugar que mantiene intactos los sabores con el paso de los días: @cevicheriacentral, una cocina que lo lleva a uno a sentir los más frescos sabores del mar, con mezclas que no solo se quedan en el paladar, sino que siempre sirven de alto punto de comparación con las recetas de las suegras y las tías. Cazuela o arroz de mariscos, la paella del fin de semana, el ceviche clásico y las tostadas de camarón o cangrejo son de infarto. Pero el gran descubrimiento hace unos días fue el shot de langostino en una clásica salsa roja picante que en dos mordiscos me llevó a los recuerdos más cercanos de mi abuela en una playa en Cartagena. Tres puntos que cubren toda Bogotá (calle 118, Zona Rosa y Salitre) hacen fácil comerse siempre un gran bocado del mar en la ciudad.

#MadamePapita

@ChefGuty para El Espectador. Octubre 19, 2019.

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