En mi casa me enseñaron que lo que me servían en el plato me lo tenía que comer todo y en muchos casos me costó un buen regaño por incursionar en “artistadas” con el plato servido. Eran momentos en los cuales lo que me servían era 100% comestible y sin mayores riesgos en el decorado. Hoy por el contrario muchas veces tengo que preguntar si todo lo que hay en el plato se come o se deja, o corro el riesgo de salir directo a una clínica.
La creatividad en el arte de servir (o emplatado) se ha convertido en todo un desafío gastronómico que raya un poco entre las selvas húmedas de la Amazonía y la exquisita simplicidad de los alimentos frescos y coloridos. Entre hojas nativas, flores comestibles y todo tipo de salsas o aceites de colores, muchas veces comer me genera hasta pesar, por dañar esa obra de arte. Sin embargo, cansa y mucho; pues no es fácil definir sabores, identificar que sí o que no, pero sobretodo lo hacen en muchos casos pasar a uno por una vergüenza pública, como el caso de las salsas picantes que no son fáciles de identificar hasta cuando ya no hay nada más que hacer que pasar el bocado y soltar un madrazo.
No estoy diciendo que necesito comer como si fuera una niña de 3 años, en un plato simple plástico de caricaturas; estoy buscando un punto intermedio entre lo que vemos y nos comemos. Quizás es mi neura lo reconozco, pero entre la perfección de las fotografías del Instagram que cada vez me generan más hambre y la realidad a la hora de los servicios, tengo suficiente.
Es una fórmula de la perfección de los platos es bastante particular y uno comienza a identificar la misma foto en siete ángulos distintos para llenar las redes sociales pero al final lo único que deja es un comentario fugaz que desaparece apenas se publica, todo un deleite para los ojos y lo efímero.
¿Qué hacían nuestros papás y abuelos a la hora de comer? Pues comer, nada más. No fotos, no likes, no RTs, no celular en mano; lo que hoy parece un imposible, simplemente era la buena hora de disfrutar la comida, los amigos o la familia, hasta nostalgia se siente de aquellas épocas. Volviendo a nuestro tema, hoy parece un imposible matemático la estética de la comida, pues la adoración a la perfección del plato ha vuelto la hora de comer en un concurso fotográfico o una carrera de «elogios», que hoy valen más que un trabajo juicio de cualquier cocina.
Yo sigo disfrutando mis paseos gastronómicos en lugares pequeños y locales y de la dicha de comer sin pretensiones pero si con mucho sabor. En mi caso menos es más y aplica claramente a la cocina de hoy.
Hoy quiero recomendarles dos restaurantes para este puente:
La Huertana: un clásico de la sabana de Bogotá. De esos lugares que han crecido conmigo y que para mí, siempre serán un plan de familia y amigos fuera de la ciudad. La parrilla es su especialidad, carnes, morcilla, chorizo, mazorca asada, papa criolla… todo lo que pidan va a ser recién parrillado y con un sabor delicioso. Ideal picar y compartir.
Astral: Taller de panadería artesanal. Un taller lleno de amor y creatividad gastronómica, sus panes hechos con masas madres y productos naturales garantizan que lo que ustedes elijan, siempre les va a dejar llevarse un producto delicioso. Además de panes que el campeón para mi es el de avena, hay de chocolate y otro con bocadillo. Consiguen miel orgánica, chocolates, conservas y mermeladas que son el complemento ideal a los panes. Este pan es tan artesanal, tan esencial que ni siquiera necesita de mucha decoración.
#MadamePapita