Mi placer de comer

Este fin de semana leí una columna de una colega bastante apropiada para estos días sobre los críticos gastronómicos y el derecho que se han tomado algunos “foodies” (como se hacen llamar digitalmente) para no criticar sino destruir restaurantes, chefs o proyectos sociales.

Esto me hizo pensar mucho en el cómo llegué yo a ser cocinera y creativa de ideas, y dónde Madame Papita es realmente feliz comiendo, compartiendo y hasta bailando sobre las mesas.

La crítica gastronómica por excelencia en el mundo ha creado personajes temidos, lúgubres y hasta sin corazón como Anton Ego, aquel mítico personaje de Ratatouille, un personaje que vive en la memoria de todos los que sufrimos su papel. Sin embargo, ese personaje animado ha encontrado vida en ciertas voces que, siendo importantes generadores de experiencias e influenciadores, están creando una invisible línea de la crueldad y dejando de lado la posibilidad de ser agentes creativos.

El mundo gastronómico se caracteriza por ser cruel, despiadado y hasta negado con los nuevos talentos, con cambios artísticos y creativos, pero por sobretodo con cualquier nuevo emprendimiento que no encaje en el momento de la moda. Por esto es porque no podemos olvidar a varios chefs que han acabado con su vida al ver críticas y pérdidas de reconocimientos.

Los críticos gastronómicos por principio tienen una carga objetiva más que subjetiva de los placeres de la mesa. Es un profesional hecho a la medida de sus experiencias, de sus vivencias de permitir que su cerebro reviva una y otra vez los recuerdos más significativos de su vida y su relación con la comida. Por su parte, esta nueva generación de “foodies” está entrando en un rol peligroso y desgastante, de un voz a voz tajante y casi de dioses del olimpo, cargo que nosotros mismos, los consumidores de redes, les hemos otorgado.

Suficiente disertación. A lo que vinimos, vamos.

No soy crítica porque me desagrada el título, pero profesional del arte de comer, de la escritura y de la cocina aparentemente por los títulos, ¡sí! Me considero una expedicionaria de la cocina y caza talentos de experiencias. Detesto los rótulos, las designaciones lambonas y, peor aún, las atenciones para hablar bien de la gente.

Hoy les compartiré mis lugares preferidos, algunos motivos y mi recomendación de la carta. Esto es mi microtour. Recibo recomendaciones y discusiones, eso enriquece mi mesa y su mesa.

Harry’s Bar: Me siento comiendo en mi casa, los cambios se pueden, y tiene el mejor anfitrión de Colombia. La carta, aunque internacional, tiene un sello propio. Cortes de carne impecables, mariscos frescos y en el punto que usted espera comérselos siempre. Ha crecido conmigo y sigue siendo esa casa de esquina donde usted siempre llegará a su casa. El mejor arroz costra, exquisito bistec a caballo y la mejor apropiación de milhojas con nutella y fresas.

Ugly American: No he comido nada diferente a sus hamburguesas; no logro salir de ahí. Unas papas fritas buenas, pero su carne al punto hacen que sea fan intensa. Ese sótano perfectamente ambientado, música increíblemente bien mezclada, con meseros amables y que son capaces de recordar su nombre hacen de este festín uno con todos los fierros.

Canasto Picnic: Lo conocí de rebote y, la verdad, porque mi mamá me llevó a su esquina preferida en Bogotá. Sorprendida con la versatilidad de los productos, la creatividad del chef y unos sabores increíblemente bien logrados. Flores comestibles que en mi caso son una moda ostentosa, pero que en el caso de Canasta están en el lugar perfecto. #ComidaConsciente, saludable y al rescate de productos locales. Sánduche de roastbeef con papitas fritas y una mayonesa increíble.

Tomodachi Ramen Bar: Simplemente para mi un ramen de verdad y una sopa para el alma. Tampoco he intentado cambiarme de plato, pues es simplemente orgásmica la sopa.

Por último, y dándole todo mi amor a Cartagena, a su cultura, a sus palenqueras. A cada uno de los platos de posta negra con arroz con coco que me he comido, debo decir que el restaurante que visito, vuelvo y visito y seguiré visitando es Erre.

Ya sé… ahora aquí todos me van a dar palo porque este lugar no tiene nada de cartagenero ni de lógica criolla. Pero, por el contrario, es una apuesta por la ciudad, por la proveeduría, por el servicio al cliente que es local 101%. Comer aquí es una experiencia sensorial, de servicio y de dejarse consentir. Los tiempos dan tiempo de disfrutar, cada uno de sus sabores es definido, claro y contundente. Erre tiene ese embrujo de Cartagena. Rabo de toro sobre puré, una adaptación de patatas bravas que se me escapa su nombre y un descomunal plato de eclairs con macarrones. Ojo no es para ir de afán, ni con presupuesto reducido. Usted aquí va a pagar su experiencia, el conocimiento y la creatividad del chef. Disfrútela, no se va a arrepentir.

Hoy después de un almuerzo netamente de estrategia de comunicaciones, mi compañera de mesa me recordó el por qué como feliz, por qué valoro y pago sin quejarme y por qué me siento incapaz de destruir un restaurante con una sola experiencia: porque es un arte, es una apuesta de un oficio y es un trabajo de equipo de seres humanos que buscan satisfacer a cada uno de los comensales. Comensales desconocidos o habituales, pero con sensaciones, expectativas y genios diferentes.

Solo puedo decir que en mi mesa siempre hay dos puestos, odio comer sola. Hay un espacio para la creatividad y la mezcla, y la buena voluntad de siempre servir con amor.

#MadamePapita

@ChefGuty para El Espectador. Junio 3, 2016.

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