“Dulzurita” está de moda, es el nuevo término acuñado en las redes sociales cuando uno está hasta el cogote de alguien; una expresión cargada de un “detalle de fina coquetería”, diría mi abuela, para decir “GRACIAS” y que ese alguien por fin se calle. Pero en realidad “dulzurita” es una palabra más amable, melcochuda, llena de gusto y que se convierte en una delicia, simplemente al pensar en algo azucarado, pequeño y orgásmico. Un pedazo de chocolate a media tarde, una cucharada de helado para dejar de llorar, o simplemente un mordisco de pastel gloria de bocadillo que, junto a un aromático café colombiano, nos arregla el resto de la mañana.
Son esos mordiscos que llenan de energía el día y de dicha el alma, son además momentos de gloria, porque no conozco el primer ser humano (en sus cabales) que se resista a una explosión dulce en su boca. Productos dietéticos, orgánicos o llenos de azúcar refinada son hoy en día la oferta que a diario vemos en panaderías, reposterías, tiendas, mercados y hasta en la fila del Transmilenio.
Sin embargo, todo no puede ser dulzura en esta relación pecaminosa, porque perdería su encanto. La epidemia de obesidad en el mundo nos ha llevado a cuestionarnos no solo el bocado de chocolate que nos metemos a la boca, sino cuán alterados están el resto de productos que consumimos por las diferentes presentaciones del azúcar.
El azúcar hoy no sólo es esa bolsa inmensa que compramos en el mercado o esa libra que nos fían en la tienda; hay siropes, jarabes y edulcorantes, entre otros, que se camuflan deliciosamente en nuestro día a día. ¡El juego, entonces, aparentemente está en aprender a comer de todo un poco sin comer cuento!
Volver a los postres de las abuelas, a los almíbares de las tías, a los liberales de la tienda, a las cosas que sabemos de dónde vienen y dónde nos van a engordar. Así es más fácil, en lugar de tratar de entender las enredadas etiquetas de los procesados y salsas que compramos.
Y es que a la hora de endulzar la vida no hay como las pailas tradicionales, esas donde se baten los mejores manjares blancos, las melcochas de panela, donde se cocina un buen melao para unas brevas frescas recién cocinadas o como acompañamiento de una cuajada de leche fresca. Pero si les queda alguna duda de que la dulzura de nuestros productos nos alegra la vida, piensen en los “dulces de platico”, icaco, mamey, papayuela, moras o quizás hasta un cabello de ángel. ¡Gloria! Simplemente eso, un momento de dicha infinita.
Sea lo que sea con lo que endulcen sus vidas, siempre piensen en qué tan nombrable es cada uno de los ingredientes de ese postre, si ustedes lo podrían hacer y si alguna vez congregó a la familia alrededor de su preparación. Para mí, la clave es no meterme a la boca algo en lo que no confío, y que no le daría a ninguno de los niños cercanos. El amor es dulce y la certeza de lo natural es amor triplemente dulce para nuestras vidas.
Quiero recomendarles dos lugares pecaminosos…
Pastelería Santa Elena (@pasteleriasantaelena): Una cadena nacional de corazón paisa. Donde uno se pierde en sabores clásicos como los besos de negra, las cocadas y las maría luisas rellenas de mora. Tradición hecha sabor que ha sabido ampliar su negocio de pastelería y repostería de una manera maravillosa. Una parada por un café fresco con una deliciosa galleta en un aeropuerto o un centro comercial siempre será ideal en Santa Elena.
Diosa Café (@diosacafe): La conocí por un recomendado, los encontré en Instagram donde dicen que son una cafetería, pero yo digo que es un lugar sagrado. Podemos pensarlo como un mordisco de Colombia, donde uno revive la cocina de la casa de las abuelas, y el conocimiento de nuestras raíces. Lo resumo en deliciosos amasijos y un café espectacular. Arepas de maíz pelao, galletas de chocorramo, achiras y también agua de panela para todos. Este café es una opción deliciosa para trabajar, tardear o simplemente leer un libro mientras se come todas estas delicias.
#MadamePapita