La comida colombiana se preserva. Por el pueblo que uno pase siempre hay una gran matrona o una abuela en mecedora que nos recuerda de qué estamos hechos, cómo nos alimentamos de pequeños y, si estamos de buenas, llevamos cajita o coca con el recuerdo. Vibramos con lo nuestro, con las historias que se cocinan alrededor de un fuego o una estufa, y cuando por fin nos sentamos a la mesa, siempre acabamos picando el plato del vecino porque no sé qué tiene, pero sabe más sabroso.
Estas últimas semanas, que he caminado pueblos de Cundinamarca y Boyacá, descubrí que lo nuestro, como dice la colombiana, es el corazón que nos late. Volví a toparme con las mogollas chicharronas, los dulces de pitillo, bolis, almojábanas que saben a la casa de mi abuela y no a congelado y, sobre todo, panes sencillos que dan vida a deliciosos sánduches.
Rollito, francés o de queso, todos son música para mis oídos. Acompañados de mayonesas hechas en las tiendas con sabores a romero, tomillo o cilantro, y empieza uno a pasar saliva. Jamones de cerdo horneado, queso de cabeza, génovas, chicharrón o chicharrón acevichado, sabores propios con cebolla y ajo, que saben a lo que tienen que saber.
Quedé impresionada de la calidad, y lo digo con mucho orgullo. No hubo mordisco malo en este recorrido. También me sorprendieron un poco las pastelerías, que ahora la mayoría tienen nombres en inglés, y algunos bastante ridículos. No fue una buena sorpresa, pues si de algo nos debemos sentir orgullosos es de nuestras milhojas, mantecadas, galletas polvorosas y podría seguir con mil bocados más dulces.
Mi mayor sorpresa: la gente por fin habla de tinto, café o perico. ¡Estamos ganándole la batalla al “americano”! pues lo que sí sabemos hacer y tomar los colombianos es café, además de aromáticas donde las hierbas salen del jardín, no de una bolsa de caja, y chocolate de bola en muchas panaderías.
Fue un paseo sencillo, claro y lleno de amor verdadero por la comida. Encontré que cada persona que trabaja en la tienda, panadería o restaurante madruga a atender con gusto, cuenta cuentos locales y, si se descuida uno, hasta amanece ahí. Nuestra cultura es esa familiaridad que hemos perdido en las ciudades, esa de servir con gusto y orgullo lo que se prepara, contando el cuento de dónde vienen los huevos, cómo las vacas están mal de leche para la mantequilla y quién horneo para el día.
Cada salida era perderme en una historia generalmente de familia, de trabajo y de desarrollo de su municipio: cómo luchan por su campo y sus siembras, y cómo ha venido mejorando el consumo de lo local versus esos lugares de moda, como los llaman ellos. Me traje muchos atados de ajo morado (que es un manjar de Dios), una que otra cebolla cabezona, jamón de cerdo, génovas y uno que otro pan. Da gusto parar en la vía a probar y compartir.
En estas vacaciones, nuestros pueblos están con ganas de compartir su cultura, su cocina, su folclore. Son sabores que uno difícilmente tiene tiempo para encontrar, y lo que sí es cierto es que el corazón y el amor que le meten al turismo gastronómico es hoy un orgullo para los colombianos.
Hablando de orgullos y sabores colombianos, mi mamá me regaló un sánduche de jamón de pernil de @tipicojamoneria. El pan muy bueno y, según me explicaron, cada rato lo sacan fresco para que el sánduche sepa mejor. Y el pernil casero sabe a gloria: es jugoso, sabroso, bien adobado y deliciosamente horneado. Lo tajan ni “muy muy ni tan tan” que sea invisible, es decir, es una buena porción. Terminado con verduras frescas y una mayonesa que tiene un sabor especial. Vale la pena buscarlos en uno de los cuatro puntos que tienen en Bogotá.
No olviden por favor que estas vacaciones, además de ser la oportunidad de darse un respiro con la familia, es la oportunidad de conocer, recorrer y comer en los municipios de Colombia.