Cuando alguien tiene un ego desmesurado, bien suelen decir que habría que recordarle lo pequeño que es en medio de un universo enorme. Somos un grano de arena en el inmenso mar, una persona más que conforma un todo. Pero, eso sí, es una parte importante de esa unidad, en la humanidad.
Sin embargo, más allá de que seamos así de minúsculos, los humanos tenemos la capacidad de impactar nuestro entorno de una forma sorprendente, y podemos elegir hacerlo de una manera positiva y que deje una huella amable. “Que deje un legado”, decía mi abuela.
En la restauración y en las industrias productivas de alimentos también tenemos esa responsabilidad. ¿Qué creamos, qué entregamos a los nuestros para su consumo? ¿Qué conciencia tenemos para ello? ¿Es algo que beneficia o que a largo plazo enferma? ¿Lleva amor y responsabilidad, o es un simple producto de consumo que perdió de vista su impacto en quienes lo consumen? ¿Cuál es el balance que rige su producción? ¿Es un consumo justo?
El riesgo de innovar siendo amables con nuestra tierra, incluyendo a nuestros productores en cada una de sus regiones, es lo básico hoy. Debemos trabajar para ponerle siempre un sello propio. Esto es parte de la misión que tenemos los cocineros, los agricultores y los productores que, cada vez más, debemos ser capaces de articularnos para que sean los productos locales los que llenen las mesas y cocinas.
Y eso exactamente fue lo que descubrí en Cortés y Cortez (@cortesycortez), una maravillosa propuesta nueva en Bogotá, donde lo primero que uno identifica en la carta son los productos colombianos en su esplendor. La premisa de su chef, Ángel Flórez, de ser productores artesanos, se evidencia en cada plato que pedí. Y hay que destacar que, como dice él mismo, que el “producto tiene que estar por encima de la técnica misma”.
De entrada disfrutamos de una deliciosa sandia parrillada con pure de arveja, donde los sabores son únicos, y unas albóndigas de papa con un curry de base, terminado con hojas verdes y nueces, que es un plato ganador para los vegetarianos. Pero con perdón de estos últimos, de lejos el plato de campeonato de este lugar es la carne curada en cortes gruesos a la parrilla, tiernos y sabrosos. El acompañamiento obligado son las papas a la francesa con queso pecorino y salsa de trufa. Finalmente, no pueden irse sin probar de postre los bananitos rellenos de cocada con helado, pues aparte de su presentación, son un bocado digno de los dioses.
El sentido social de esta cocina se reconoce en sus proveedores. Uno puede identificar algunos pequeños detalles como quesos que vienen de Guasca, pesca responsable del Choco y Bolívar, y carne de Antioquia y los Llanos, que deja claro que la compra local es primordial para la operación, que los productos están por encima de lo ficticio, y que la realidad acá supera cualquier ficción, pues todo es realmente exquisito.
Además de la deliciosa comida, la rumba también manda la parada, con algunas zonas internas que permiten tener diferentes experiencias, donde se puede comer y rumbear de largo los fines de semana en Bogotá. Este lugar es tremendo espacio para reconocer lo valientes que son los emprendedores en el país, ya que un año de pruebas de cocina y obras locativas, deja como resultado un lugar cálido y moderno, y un corazón donde lo colombiano se identifica en cada detalle.
“Lo cortés no quita lo valiente” dice el viejo refrán, que aquí aplica a la perfección, cuando decidimos apoyar a nuestros productores, a nuestros jóvenes talentos y proyectos gastronómicos, que nos brindan no solo son un gran espacio para compartir con amigos, sino que son una celebración de trabajo para muchos colombianos.