Colombia es un país en constante movimiento, variado no solo en sus climas, paisajes y culturas, sino principalmente en su gente. Somos un país lleno de colores, matices, herencias culturales y arraigos regionales. Somos una mezcla rica en ideas, sabores y saberes, un país que valora profundamente la diversidad de sus ollas y sus platos.
La pluralidad de nuestra gastronomía nos ha llevado muy lejos, más allá de que haya sido un camino pedregoso. Año tras año, la cocina colombiana ha logrado identificar nuevos productos, desenterrar procesos ancestrales, y lograr muchísimo crecimiento regional. Cada región ha sacado lo más profundo y bello de su área para articularse, en un proceso mágico que permite interactuar y conocer desde lo básico hasta lo más complejo o sofisticado de nuestros sartenes y cultivos.
Hemos aprendido a incluir los productos de las regiones en los cocinados, a valorar los sabores y reconocer la diferencia de la herencia de la cultura gastronómica. Las abuelas eran sabias para guardar, con total recelo, todo lo que cada familia traía como herencia, y así se han logrado reconocer procesos, apropiarnos de ellos y dar visibilidad a recetas propias de cada zona.
Somos un país que ha aprendido a sanarse y reconciliarse a través de la cocina y la comida. Tenemos cultivos para la paz que muchos conocimos como restitución de cultivos con enfoque productivo en zonas de conflicto, comunidades que retornan a sus zonas con la firme esperanza de volver a sembrar su vida y su campo. Hay cursos de manipulación y producción de alimentos con vocación de generación de empleo, emprendimientos gastronómicos, en fin, muchas oportunidades para grandes retos de respeto a la diversidad.
Hoy podemos decir que la diversidad nace en nuestra tierra, en nuestros cultivos, en nuestro campo. Ser diverso dista mucho de ser un tema solo de nosotros como ciudadanos de derechos: viene desde el corazón de nuestra producción agrícola, de nuestras mesas y de nuestros saberes gastronómicos. No podemos seguir desconociendo que nuestras ollas son los mayores puntos de encuentro de las conversaciones y construcciones de identificación social.
Colores, identidad, diversidad en la comida, inclusión, acceso y respeto por nuestros saberes gastronómicos son puntos necesarios en medio de la conversación que está teniendo hoy nuestra Colombia. La cocina, como la vida, merece más que ser un punto de encuentro en cada cambio de gobierno: deberíamos ser capaces de mantener esta agenda como prioritaria y fundamental en el desarrollo del país.
La diversidad nos representa, nos construye y nos permite edificar desde el respeto. Colombia es una mezcla exótica, llena de personas maravillosas, con millones de ideas y de conocimiento. Sin embargo, el desconocimiento del respeto a la diferencia como un gran valor humano nos lleva a discusiones bizantinas, y a situaciones dolorosas y excluyentes.
Colombia necesita reconocerse. Debemos reconocernos y aceptarnos con las diferencias y las posibilidades. Ser diversos no es de dientes para afuera, no es “aceptarnos” pero con distancia. Es identificar las soluciones comunes y los gustos diferentes en una misma sociedad, pues en un mundo evolucionado y sano cabemos todos.