La sensación de viajar en el tiempo es, quizás, uno de los placeres más grandes de la vida. Mi forma de hacerlo es a través de esos aromas que nos llegan sin explicación o motivo en la calle, en una casa o hasta en nuestro propio hogar, y que vertiginosamente nos llevan a un momento de nuestra historia que, generalmente, evoca un sabor o un bocado que seguro nos marcó la vida. Bien sea en nuestra infancia, niñez o adultez, un aroma es esa línea directa con el corazón, los vínculos y, sobre todo, con la posibilidad de disparar nuestra memoria gustativa, o con detonar la nostalgia de lo vivido.
Remover la memoria y llegar al fondo de ese baúl es “para machos”. Es algo que usamos tanto que a veces perdemos la capacidad de buscar esos momentos que fueron significativos y tuvieron la capacidad de hacernos infinitamente felices. A la velocidad en la que vivimos en la actualidad no es fácil mantener vivo todo eso que nos construyó desde el punto de visa gastronómico. Muchas veces ni sabemos por qué no nos gusta algo, pero, cuando hay tiempo, logramos recordar ese mal momento en el que, siendo pequeños, se nos dañó para siempre nuestra relación con las verduras, o nos espantaron frente a los productos nuevos y extraños, de los que nunca nos explicaban su valor y sabor. A esto se suma que comer tanto los unos como los otros se convertía en una obligación, llenándonos de motivos para nacientes aversiones alimentarias.
En este momento de volver a salir para conocer restaurantes, bares y hasta pequeñas placitas de mercado en los barrios, llegan recuerdos que traen esas memorias y generan nuevas pasiones que se van volviendo profundos gustos que nos hacen fieles a esos menús que nos fascinan. Hay que alimentar y consentir la memoria, darle de nuevo rienda suelta a esos momentos felices y revivir, en lo posible, cada uno de esos clics que hacemos con la historia que guardan nuestro paladar y nariz.
Yo, por ejemplo, vivo soñando con las tortas de vainilla de la casa de mi abuela: esponjosas, húmedas y siempre sobre la mesa de la cocina. Además, paro y compro en esos pequeños locales donde la nariz me lleva, y siempre pruebo eso que me desafía. El azar va más allá de un golpe de suerte: es la posibilidad de convertir lo extraordinario en una cadena de logros no solo de quienes nos venden o nos atienden. Esta cadena va desde lo más profundo, desde quien produce, ordeña, transporta y demás: todo lo que hace parte de esta gran cadena de producción. Algo así como ese guiño de “hechizada” que, con un movimiento suave de su nariz, hacía todo fuera perfecto a su alrededor.
Hoy quiero recomendarles un rinconcito de buena comida colombiana en Villa de Leyva: La Feria (@laferiapiqueteadero). Siento que les debía este pedazo de la oferta de la Villa. Quienes me conocen saben que entrego mi reino por un piquete boyacense, pero lo que encontré en La Feria no solo son las mejores carnes como platos fuertes, sino una variedad de entradas y otras muchas variaciones de platos de la comida colombiana. Me enamoré de la morcilla a caballo, coronada con un melcochudo huevo; del pataconazo con costilla de cerdo desmechada al BBQ, y no se diga más de las ensaladas, que mezclan vegetales asados y frescas lechugas.
El lugar está en la Casona Nariño, donde además les recomiendo que no dejen de pasar por otro buen restaurante, La María Bistró (@bistro.lamaria). Allí, el horno de leña es el rey, las carnes maduradas las reinas, y uno el invitado de honor a un restaurante donde, con un buen vino, puede entender ese ritual amoroso de la maduración de un buen corte de carne, el honor que hacen a su parrilla y, en especial, la calidez de un servicio que hace que mi memoria siga removiéndose con el cariño de esa tierra de mis ancestros, lugar de muchos de mis sabores de antaño.
Déjense sorprender por la magia que trae la memoria, y cuenten esa historia cada vez que la tengan en la punta de la nariz.