





Hay lugares que no solo se visitan: se saborean, se respiran y se guardan para siempre. En el corazón del Quindío, entre cacaotales, guaduales y cafetales, descubrí uno de ellos: Casa Rivera del Cacao, un paraíso que ha hecho del chocolate una experiencia sensorial y cultural, elevando la cocina local a una expresión de arte.
Este proyecto colombo-francés, liderado por el maestro chocolatero Thierry Mulhaupt y el empresario colombiano José Luis Pérez, es más que una finca: es una declaración de amor al cacao colombiano. Aquí se cultivan más de 8.000 plantas bajo el modelo “tree to bar”, una filosofía que honra el proceso, desde la semilla hasta la barra. Y no cualquier barra: hablamos de uno de los mejores chocolates del mundo, producido con ocho variedades de cacao colombiano, cinco de ellas premiadas como ‘Cacao de Excelencia’ en el Salón del Chocolate de París, y con una apuesta decidida por recuperar sabores ancestrales, como el cacao Monsalve, una variedad autóctona de Quindío que estuvo a punto de desaparecer.
Casa Rivera del Cacao es una experiencia donde logramos que el sabor cuente historias. Desde la entrada, todo invita a la pausa: la arquitectura abierta, las habitaciones con vista a los cultivos, la piscina que abraza el clima del piedemonte andino… y la huerta orgánica, donde crecen vainilla, haba tonka, macadamia y marañón. Esos ingredientes aromatizan la cocina y cuentan una historia de respeto por el territorio. Aquí, el lujo se traduce en sostenibilidad, en volver a las raíces, en trabajar la tierra con las manos y con el alma.
Caminar por sus 1,4 km senderos es entrar en una narrativa donde el Quindío ya no es solo café, sino también chocolate, biodiversidad, resiliencia y memoria. Junto a los cafetales hay aves para avistar y cacao para cosechar, abrir y encontrar una suerte de “mazorcas” que se convertirán en chocolate. Eso para no hablar de las catas de destilados artesanales, una parada obligada.
El mayor despertar sensorial de esta experiencia es la vista del comedor, donde se funden los colores de los platos con los verdes de las montañas y los plumajes de la multiplicidad de pájaros que nos acompañan.
Y si el chocolate es el corazón de esta casa, su alma está en la cocina. Su restaurante es una joya escondida en medio de la naturaleza, donde un horno de leña y una estufa tradicional logran una fusión mágica entre la cocina colombiana y la repostería francesa. Su menú degustación de siete tiempos, diseñado por el chef Juan Esteban “Juancho” Ramírez, es una travesía de sabores que conecta ingredientes amazónicos como el pirarucú, fríjoles de los Montes de María, ajonjolí de Bolívar y frutas locales, gracias a técnicas de alta cocina y maridajes de su cava privada. Un verdadero homenaje a Colombia en cada bocado.
Casa Rivera del Cacao hace parte de las Rutas del Patrimonio Cultural Cafetero, pero también podría ser parte de una nueva: la de los sabores que resisten al olvido, los proyectos que demuestran que lo colombiano no necesita disfrazarse de extranjero para ser extraordinario. Basta con mirar hacia adentro, respetar la tierra, trabajar con rigor y servir con amor. En un país donde lo valioso pasa desapercibido, este lugar demuestra que la excelencia también brota de nuestras montañas. Que cuando el cacao y la vainilla florecen juntos, el alma del país también florece.
Último hervor: En Colombia, la seguridad vial, más que un reto, es una deuda histórica. Las campañas institucionales logran recordación, pero poco efecto real. Nosotros, los conductores, seguimos sin aprender. Cada día es más evidente la falta de responsabilidad y cordura en las vías, pero lo más preocupante no es solo cómo manejamos, sino cómo reaccionamos ante el infortunio ajeno.
Desde hace años, y con una violencia que estremece, se ha vuelto común, especialmente en las carreteras del Caribe, un fenómeno alarmante: cuando un camión se accidenta, comunidades enteras se abalanzan sobre la carga para saquearla. ¿Qué clase de sociedad ve en un accidente una oportunidad? ¿En qué momento normalizamos que un error, una tragedia, sea excusa para robar?
La sevicia con la que se actúa revela una profunda crisis ética. No se trata solo del robo: es la deshumanización del otro. Nadie parece preocuparse por el conductor, que pasa a ser un mensajero al que se puede golpear, humillar o dejar tirado, mientras se llevan lácteos, electrodomésticos, cerveza o alimentos como si fueran botín de guerra.
Pero no es así. Esa carga no es “de nadie”: tiene dueño, tiene historia, tiene esfuerzo detrás. Y el conductor que se accidenta no es un enemigo, es una víctima. Mientras sigamos justificando lo injustificable, la barbarie en las vías no será solo una tragedia vial: será una tragedia moral.