¿Quién cuida el campo colombiano?

En Colombia el campo nunca ha sido prioridad y no podemos negarlo. Aunque de él comemos, lo dicho es una verdad incómoda que se repite con cada crisis, cada paro agrario o de transporte, con cada protesta de los productores cansados que, con las manos llenas de tierra, nos recuerdan que detrás del arroz, la papa, el ganado, los pollos, las tilapias, hay una historia de lucha.

Hoy, una vez más, el campo colombiano está en la cuerda floja. No queremos posar de expertos, porque hay muchos, pero hay que decir que los aranceles impuestos por Estados Unidos a productos clave como el acero, y a ciertos productos agrícolas, nos golpean y muy duro. Un resultado obvio: hacen más difíciles mercados donde ya competíamos en condiciones desiguales y, además, encarecen insumos necesarios para producir, ya que muchos llegan allá para ser importados a nuestro país.

¡Doble golpe! Directo al corazón del campo, ganadería o cualquier proceso agrícola. Es claro que se deben reevaluar flujos comerciales (oferta-demanda real) y de inversión que permitan acelerar procesos de tecnificación, agregando valor en la cadena productiva, optimizando costos y buscando una mejor logística en el proceso. Pero el problema real es la gran tensión bilateral por quién dijo qué, y los silencios continentales frente al cambio de reglas en el comercio. ¿Dónde queda la diplomacia comercial, o la muy nombrada diplomacia alimentaria? Consolidar un nuevo mercado no es cuestión meses, son años de trabajo, o pregunten al aguacate Hass, que tras una década recién empieza a crecer en Norteamérica.

Mientras eso pasa, seguimos sin resolver lo básico: nuestras vías terciarias son un laberinto de barro en invierno y polvo en verano, y carecemos de infraestructura para el desarrollo del agro. No hay crédito accesible ni políticas consistentes que entiendan que sembrar no es solo un oficio: es un acto de fe en un país que, lamentablemente, le da la espalda al campesino.

¿Quién puede competir así? ¿Cómo le exigimos al productor colombiano que compita con un aguacate mexicano o con un café asiático, si allá hay subsidios, tecnología, logística y reglas, mientras aquí hay olvido? Nuestro campo produce alimentos de altísima calidad, como cafés, cacaos, frutas, flores… reconocidos en el mundo, pero la cadena de valor está rota. El productor recibe poco o nada, mientras intermediarios y grandes comercializadores se llevan la tajada más grande. ¡No hay equilibrio en la balanza!

Con las nuevas barreras arancelarias de Estados Unidos —y no discutamos que es nuestro principal socio comercial, porque lo es— el panorama se ve aún más nublado. Muchos pequeños y medianos productores estaban abriendo camino en ese mercado, ¿Qué pasará con ellos? ¿Quién los protege? ¿Quién les da una alternativa real? Los grandes se acomodan, pero ¿a los pequeños los obviamos de la ecuación?

El problema no es solo económico. Es también cultural, social y ambiental. El abandono del campo empuja a miles de personas a migrar a las ciudades, dejando tierras, saberes, raíces. Se rompe el tejido rural, se pierden prácticas ancestrales, se incrementa la desigualdad. Y no olvidemos: sin campo no hay vida (ni comida). Así de simple. El Gobierno habla de soberanía alimentaria, y suena muy bien. Pero la soberanía no se construye con discursos: se hace con vías, créditos justos, investigación agrícola, mejores mercados, acceso a tecnología. Y, sobre todo, con voluntad política real.

El campo no es botín de guerra ni caballito de batalla. Hay que mirarlo como una inversión estratégica para el futuro, no como una carga. Cada peso invertido, si se hace bien, multiplica su valor en bienestar, empleo, seguridad, equidad. Para entenderlo necesitamos un cambio profundo en la forma como vemos el desarrollo, sin politiquería.

No podemos seguir esperando que los campesinos resuelvan solos lo que es responsabilidad del Estado, ni seguir siendo indiferentes como sociedad. Una “ñameton” o comprar papa a la salida de Bogotá no se hace la diferencia. El campo es el origen de lo que nos alimenta, de lo que somos. Hoy más que nunca tenemos que hacernos una pregunta incómoda: ¿Quién cuida al que nos da de comer? Porque si no cuidamos el campo, se nos va la comida, la identidad y el futuro.

Último hervor: Es lamentable pensar que las inversiones en mejores y más modernas vías son negativas, que son solo para un grupo social específico o verlas como un atraco al patrimonio de la nación. No reconocer la importancia de tener vías modernas es desconocer que más allá de conectar, reducen tiempos de viajes al colegio, al médico; y ni hablemos del turismo, pilar de los cambios propuestos en la economía colombiana. Las vías son progreso, son mejoras en la calidad de vida y en la posibilidad de reducir la inequidad social de la que tanto nos quejamos.

#MadamePapita

@madamepapita para El Espectador. Abril 11, 2025.

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