Estamos inmersos en un mundo donde la inteligencia artificial (IA) ya permeó nuestro diario vivir. Tareas, cartas, fotos, videos, voces: toda nuestra vida se está concentrando en aplicaciones que son aparentemente maravillosas, pero en las que hasta ahora empezamos a ver lo difícil que es mantener el límite entre lo ético, lo lógico y lo que aparentemente es sencillo y bueno. Una balanza muy difícil de controlar, en especial en un mundo donde lo que no tenemos ya es tiempo.
Y de ahí que la comida en general, no solo la cocina, haya entrado pisando fuerte en este nuevo mundo digital. Aplicaciones que llevan la información completa de la ficha de producción, otras con planes alimenticios basadas en información suministrada por el usuario tanto de aspectos físicos como de rutinas de alimentación diaria. Pero quizás de las más productivas, en términos de democratización de la información gastronómica, son aquellas que permiten aprender procesos, técnicas e información nutricional.
Cualquiera que usted use, paga o no, tiene amplísima información importante y validada (en la mayoría de los casos) sobre los productos, su preparación, origen de las cosechas y datos nutricionales. Se abre una importante puerta para el autoaprendizaje en los cultivos, procesos gastronómicos, producción y hasta huella de carbono de lo que comemos, si eso es lo que queremos saber.
Sin embargo, y luego de terminar mi investigación para la maestría, sí hay un gran desafío en este nuevo capítulo de la vida actual: cómo preservar las culturas ancestrales, las bases que solo vienen en el proceso de tradiciones orales y, claro está, de los espacios de construcción social en torno a las cocinas. No desconozco el gran avance que hay en la IA, como ya lo mencioné, pero también nos deja una tarea inmensa para reconocer el origen de los procesos, cómo cultivarlos y cómo mantenerlos vivos en el mundo “real”.
La cocina en general es un proceso donde el 99 % viene de una relación con la memoria, los conocimientos que recibimos en la casa y luego en la vida, y no creo que, sin desconocer el avance de la tecnología, el conocimiento y desarrollo de la inteligencia artificial puedan reemplazar a un cocinero o chef que le imprime su sello personal a cada plato que llega a la mesa. Esto es como los primeros brochazos de lo que fue en su momento la reflexión de la película de Wall-e, en donde la obesidad, la comida y los recuerdos de esa vida en extinción nos sirvieron para pensar en que venía en un futuro que hoy toca a nuestra puerta.
No pretendo ser fatalista, pero es claro que yo privilegio las comunidades, las matronas de la cocina y los nuevos talentos nacionales por encima de robots que entregan comidas, de las aplicaciones con recetas perfectas y la cantidad de información fría que dista de un buen plato de comida de las abuelas.
Último hervor: Está quedando claro que la autorregulación no es el fuerte del ser humano, como se ha hecho evidente después de los primeros días del racionamiento en Bogotá. Tristemente, ni el chiste de bañarse acompañado sirvió para entender que no es solo el recorte de agua, si no que ahora nos sigue el racionamiento. Muchos crecimos con el racionamiento de luz de los 90, donde vimos cómo nos cambió completamente la vida: negocios quebrados, horarios cambiados, familias con grandes preocupaciones por ver cómo su economía decrecía violentamente.
Pasaron más de tres décadas, y seguimos en las mismas: en una necedad y egoísmo que, en lugar de regular el consumo del preciado líquido, lo que llevó fue a puntos de sobreconsumo. Nuestra economía no da para un racionamiento eléctrico y es necesario, como diría mi mamá, entrar en cintura en el consumo del agua. Absurdo ver gente lavar carros o regar jardines, y no hablemos de los centros comerciales lavando el piso de los parqueaderos.
¡Pensar antes de gastar! Aplica para todo, pero hoy, sobre todo, en el agua.