En los últimos días me reuní con amigos de la vida, juntos desde 1999. En aquellos bellos días, la comida nos reunía, pero nunca como los buenos tragos y las fiestas. Pasaron los años, y con ellos las preferencias cambiaron, y ahora la reunión sí fue en torno a la comida, las historias, y uno que otro brindis por haber llegado hasta aquí.
Los años también permitieron que la reunión incluyera ahora dos generaciones, pues llegaron hijos de algunos de los invitados, que son mejor muela que nosotros. Comen sin de decir no a nada, y claramente en su lenguaje no existe ni el reflujo, ni la intolerancia a la lactosa, ni el no al postre. Esa segura generación, que ya superó los 10 años, es independiente, opina, y le gusta llevarle el hilo a los adultos en cuanto a las historias. Hacen anotaciones y complementan cada historia, que termina con niños salgan al jardín.
Por parte de los adultos irresponsables, destapamos el vino a las 10:00 am, pues en algún lugar del mundo ya es mediodía, y desempolvamos los gustos y preferencias a la hora de desayunar. Café bien oscuro, uno que otro vino mezclado con jugo de naranja a manera de mimosa casera. Huevos al horno, para no caer en el tema de los colesteroles, poco picante y mucho queso. Las harinas, por aquello de la edad, mejor integrales: chips de arracacha y remolacha para picar, y queso artesanal de la vereda.
Lo mejor de esto, la infaltable capacidad de todos de ser cocineros de corazón. Unos encargados de las bebidas, otros de los niños, y otros de la estufa y el horno. En ningún momento pararon las historias, ni los consejos heredados de las abuelas para los huevos.
Fue pasando el tiempo, y el compartir salsas, recetas y copas se fue entretejiendo con los recuerdos de las clases, los amores, los amigos y, claro está, los profesores. Las tías dirían “comieron vecino” y, va uno a ver, y cada hora de esta cocinada sí tenía la gran fortuna de recordar a la gente con amor y sabor.
Este grupo, que estuvo junto desde el primer día de clase universitaria y que por momentos fue muy cercano y en otros no tanto, mezclaba todo: estudiosos, intelectuales, rumberos, atravesados, excluidos o como los queramos llamar. Éramos, o mejor dicho somos, un grupo diverso, tal como nuestra comida. A medida que seguían saliendo cosas de la nevera, y mientras uno que otro salía para entretener a los niños, entre vino y vino también continuaban saliendo anécdotas, muchas de las cuales nos llevaron a recordar que estos planes, relajados, sin tanta parafernalia, fueron de los mejores que tuvimos por muchos años.
La radiografía de los adultos no distaba de las memorias que comienzan a construir los más pequeños, que con gran sutileza miraban a qué hora iban a estar los dichosos huevos, mientras seguían participando de conversaciones que, por momentos, subían de calibre. Finalmente llegó la hora de servir, y ahí si cual termitas todos, pues el tiempo había pasado y el hambre había crecido. Fue un gran espacio de compartir la mesa, historias, bocados y muchas carcajadas, pues, como siempre dicen, recordar es vivir.
Esa mañana se terminó convirtiendo en una suerte de mesa franca, donde todos pudieron elegir y aportar. Llegaron aguacates, que están escasos por estos días, flores amarillas para la buena suerte, y un suculento menú en nombre de la amistad. Las mesas siguen siendo los puntos de encuentro de amigos y familias, donde lo básico, como buenos colombianos, son los huevos y un buen café. A la hora del desayuno no se necesita nada más.
Tómense un tiempo para revisar sus agendas y recuerdos, para encontrar a esas personas que, además de amigos, nutren el alma y regeneran la vida. Ese es el tipo de comida que literalmente nos deja tanqueados, llenitos el corazón y el alma por meses, sabiendo que pase lo que pase, siempre van a estar ahí para lo que uno vaya a preparar.