Por todas partes me llegan mensajes de alerta sobre el azúcar, que es la droga del siglo XXI, que está en todo y hay que huir de ella, y que como droga aparte de generar efectos altamente adictivos nos hace crecer… para los lados.
Y dichos artículos y listados no dejan títere con cabeza pues no solo se refieren al azúcar refinado, sino a todos los derivados de la caña, siropes, néctares, agaves, caramelos, melazas, melcochas y hasta a mi adorada miel.
Sin embargo, a esta altura del partido yo me pregunto: ¿qué sentido tiene la vida sin el dulce? Para hablar de algo hermoso siempre nos referimos a las mieles del amor, la dulce vida, el néctar de la existencia. Por eso, con el debido respeto de todos los estudiosos de la nutrición y la salud, a mí no me vengan con esos rayes porque, como Juan Luis Guerra, yo soy como abeja al panal.
Insisto como victrola que se le pega la aguja que la ciencia está en tener un dimmer bien puesto y la mano en el considere, no es necesario comernos la pastelería completa ni abusar en no dejarles manjar blanco en la totuma al resto de los condumios.
Yo, por ejemplo, prefiero tomar el café, el té y los jugos sin azúcar (si acaso un poco de stevia al capuchino), pero no me restrinjo a la hora de ver un rico postre en una carta y no pedirlo.
Una madeleine recién horneada me hace salir y volver a la tierra en lo que dura el mordisco en mi boca, y el mismo efecto logra desatar un macaron de pistacho o de vainilla, y ni se diga los mochi japoneses de matcha rellenos de suave helado. Pero, eso sí, me como a lo sumo dos.
Cómo dirían las abuelas, la ciencia está en no llegar al empalague porque el paso del amor al odio puede radicar en exagerar en un mordisco. Así que a disfrutar de las mieles de la vida, que aquí no vinimos a sufrir.
#MadamePapita