Comer por comer no es comer

Puede parecer un trabalenguas o una canción de Miguel Bosé. Sin embargo, no es así. Me sostengo en mi teoría de que una cosa es ver y otra observar; y una muy distinta alimentarse y llenar el buche, y otra comer y disfrutar. Recuerdo que en la universidad me pareció curiosa una frase de Roland Barthes, ese filósofo francés que analizaba el gran significado y huella que dejábamos los humanos, y quién decía que la comida básicamente “es un sistema de comunicación, un cuerpo de imágenes, un protocolo de usos, de situaciones y de conductas”. Eso nos lleva a pensar que, en últimas, la comida no solo tiene un significado, sino que nos habla de una cultura, de un pueblo, de una historia y de una forma de vida. La forma como se “cuecen las habas” es el toque secreto que genera identidad.

Es curioso, por ejemplo, pasar por Ocaña, en Norte de Santander, y ver y sentir en sus ollas y mesas el uso tan particular de la famosa cebolla ocañera. Sus pobladores hacen unos encurtidos deliciosos que siempre están en las mesas de cada hogar de la región, sean caseros o de marcas locales ya reconocidas. Se las comen con chicharrón de cerdo y yuca, con las sopas de arroz y fríjol, con asados, con sancochos y hasta con la arepa ocañera rellena de queso costeño, en esas tardes rojas y acogedoras de la que algún día fue una tierra que marcó la historia de nuestro país.

Si uno se mete a una cocina típica de esa zona encontrará que rara vez aparece una cebolla blanca en las preparaciones, mientras que la ocañera no solo hace parte de economía local, sino que es motivo de orgullo de la región. Se trata de una sociedad que vive y sobrevive, como la cebolla misma, entre el libre mercado y las complejidades del Catatumbo, pero que también nos habla de una raza recia, luchadora, auténtica y orgullosa de sus productos.

Otro caso que marca identidad es la panela, o ¿quién no se ha quedado pegado a una ráfaga de olores de ese jarabe de caña de azúcar cuando lo están alistando para que se convierta en el melao? Es la miel de la panela, la que cubrirá moldes cuadrados o redondos y que llegará a las casas de todo el país para endulzar la vida de muchas familias, y los teteros de nuestras próximas generaciones.

En el Valle del Cauca he tenido las mejores experiencias al entrar a los trapiches artesanales y jugar con un palito, antes de pasar a los moldes para hacerme mi propio barquillo de panela. Y es que los sembradíos de caña de azúcar tienen mucho de la identidad de los vallecaucanos: esa sangre negra que dejó sus raíces allí, esa alegría que produce desde su aroma hasta su sabor, y esa la generosidad con la que se reproduce no solo en la tierra sino la facilidad de su acceso en la canasta familiar.

Y así podríamos hablar de muchos productos que da nuestra tierra y que nos resignifican su valor, que nos hablan de sus cultivadores, de su importancia para toda una región que vive de ellos, y que en últimas es la base de lo que somos.

Hoy los invito a ir más allá de lo que nos metemos a la boca, a valorar esos productos locales en su esencia, a comprar colombiano y ojalá lo más artesanal posible. Es muy enriquecedor entender que cada producto tiene una historia antes de llegar a nuestras manos, una cadena humana de amor y esfuerzo, y que gracias a todo eso, viven los productores y vivimos nosotros.

Los colombianos somos unas hormigas que luchamos por lo nuestro, por construir sobre lo construido, una raza orgullosa de lo que somos y lo que le damos al país. Así debemos recibirlo, porque la idea no es solo comer, la idea es disfrutar de ese bocado más allá de su sabor, con el conocimiento de que eso me alimenta el alma, el espíritu y que construye país.

#MadamePapita

@ChefGuty para El Espectador. Febrero 28, 2020.

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